Mi Corona

Un diagnóstico de cáncer de mama en plena pandemia del Covid-19. Un mensaje de vida, optimismo y fuerza en los momentos más difíciles.


Cierro los ojos y dejo que el sonido de las olas me acune. He dejado el libro sobre mi pecho y ahora baila al ritmo de mi respiración. Quiero disfrutar de este presente, la vida, ese regalo, ese milagro diario del despertar. Entreabro los ojos y me muestran el paisaje paradisiaco de Hawái. En breve cogeremos varios vuelos hasta aterrizar en Madrid. En un par de días sabré si mis temores son fundados.

Ya en el avión, sobrevolando el continente americano, puedo leer los mensajes que se han descargado al aterrizar. Conversaciones de amigos, familiares, compañeros que desde Europa comentan el avance del virus.

Minutos después de nuestro embarque, el siguiente vuelo despega rumbo a Madrid. ¡Ya solo nos queda un océano que cruzar para estar en casa! Salpicados de forma aleatoria se ven pasajeros con mascarillas. La mayor parte tienen rasgos asiáticos.

Ya en casa, por fin todos juntos; bueno, casi todos. Siempre me falta mi hija. Desde que se fue hace ya catorce años, mi vida está incompleta.
El protagonista de la conversación es ese virus de Wuhan que amenaza con convertirse en pandémico. Compartimos con ellos el temor de que no dejen entrar a su padre en Arabia Saudí, donde ahora tiene su puesto de trabajo.

Tengo cáncer

Me recibe una técnico de rayos. Me identifica como la mujer del médico con el que trabajó durante muchos años y me pregunta por él y su vida en esas tierras de Alá donde ahora ejerce.

—Se ve algo que antes no estaba, no te lo voy a ocultar —comenta finalmente. Noto que mi cuerpo se estremece. Cierro los ojos. La médico permanece callada. No quiere que adelante acontecimientos. Habría que “biopsiar” el nódulo. Le recuerdo que soy médico. Cambia su actitud inicial, se dirige a mí como profesional y me aporta datos que son esperanzadores.

No me hacen esperar mucho. De nuevo las enfermeras se interesan por mi marido y nuestra vida en Riad. Se agradece tener un tema al que agarrarse y que el cáncer no se haga protagonista de la conversación. Son extremadamente cariñosas.

Los resultados de la biopsia tardarán como mínimo una semana. Escucho atenta las instrucciones de la enfermera para evitar hematomas u otros problemas tras la interven-
ción.

Mi hijo mayor me cuenta por WhatsApp que se ha ido a comprar. Me comenta cómo medio barrio se ha congregado en Mercadona haciendo acopio de todo tipo de víveres. Un escenario de película con gente corriendo, vaciando estantes, llenando los carros de papel higiénico y comprando alimentos. Me llaman al móvil. Es mi marido. Ha aterrizado en Londres y está a punto de embarcar rumbo a Riad. Me pregunta por el resultado de la mamografía. Le miento. Cuelgo y cierro los ojos. Busco en contactos a Anabel. Es mi amiga de la universidad, compañera con la que compartes horas de estudio y diversión y confidente en años de juventud. Es oncóloga y trató el cáncer de mama de mi madre el año pasado. Me pone al día de los últimos tratamientos según el tamaño y el tipo de tumor. Habrá que esperar. El coronavirus pasa de ser una amenaza en los medios a ser mi enemigo personal. Suena mi móvil. Es otra vez la radióloga. La incertidumbre sobre el virus crece por horas y se rumorea que van a anular muchas consultas.

Un día infinito

Llego a casa pasadas las cinco de la tarde. Me recibe mi hijo mayor con gesto preocupado comentando las novedades del coronavirus. Cuando termina le doy las noticias de mi mamografía. Es especialmente optimista y fuerte. Vivió con ocho años la muerte de su hermana y durante su enfermedad fue fuente de alegrías y risas para ella y para el resto de la casa. Me pregunta sobre la gravedad de lo que estoy diciendo. Con dos padres médicos está acostumbrado a que en casa se hable de patologías de una manera natural. Oigo la puerta. Es mi hijo mediano. Cuando hablo con él da por sentado que me voy a curar. No quiere oír nada más. Sale de casa contrariado pero seguro de que todo tendrá un final feliz.

Estoy ya en la cama cuando por FaceTime me llama mi marido. Ha conseguido llegar sin problemas a Riad. Su gesto se nubla cuando le cuento que tengo cáncer. Mañana se pondrá en contacto con todos sus compañeros del hospital. Noto su sensación de impotencia por estar a miles de kilómetros. Querría estar a mi lado. Lo sé. Yo le siento conmigo.

Es jueves, 12 de marzo. La zozobra llena los estantes vacíos de los supermercados donde la incertidumbre y el desconcierto sustituyen a la harina y el papel higiénico. En el norte de Italia no dejan salir a la gente a la calle… Hay quien dice que los siguientes somos nosotros. De momento los chicos andan por casa con un aire semi vacacional. Voy camino del hospital.

De nuevo en la sala de biopsias. Estamos pendientes del resultado de todas las muestras que se han enviado para analizar. ¡Me queda tanto por disfrutar, por amar, por aprender! Pido al cielo una tregua. Imploro desde el agnosticismo más profundo. Al morir mi hija murió con ella la fe que había heredado de mis padres.

El viernes trece de marzo ya es oficial: no podremos salir de nuestras casas a partir del domingo. Hablamos sobre las próximas semanas de encierro que nos esperan. Tengo programadas citas médicas para poder operarme, y el jueves cita con otra amiga, anestesista del hospital. Hablo con ella. Como compañera de promoción compartimos el mismo chat de médicos. Ambas sabemos cómo se están cerrando quirófanos. Espera poder atenderme el jueves, pero no me garantiza nada. El virus es ahora el protagonista indiscutible.

Mientras la sociedad general se paraliza, los hospitales viven su frenesí particular. Algunas especialidades quedan congeladas para dejar espacio a los pacientes infectados con ese coronavirus del que apenas sabemos nada.

El diecinueve de marzo voy camino del hospital para realizarme el preoperatorio. Vuelvo a encontrar ese Madrid fantasmagórico que me sorprendió el lunes, ya en estado de alarma, cuando otra compañera de mi marido descartó extensión del tumor. Desde que sé que no tengo metástasis estoy mucho más animada, pero es clave actuar sin dilaciones. Voy en metro, apenas coincido con un par de personas.

Estoy obedeciendo la consigna de la doctora, cuidando de no contagiarme y estar tranquila, cuando me llaman del hospital para adelantar dos días mi cirugía. Veo mi cita en quirófano como lo que es: una oportunidad, una suerte, un privilegio. Me despido de los chicos dándoles instrucciones para los días que pasaré fuera. Están seguros de que todo va a ir bien. Ninguno puede venir conmigo. La curva de contagios sigue en ascenso y han prohibido acompañantes en los vehículos. 

Resulta extraño pasear por la calle desierta. Esa ciudad que en su momento acogió a mis padres y que me vio nacer me acuna en silencio. Ese Madrid bullicioso y alegre me arropa con un semblante serio pero tranquilo. Poco antes de entrar en quirófano me saludan las dos cirujanas que me van a operar. Confío ciegamente en el equipo; sé que estoy en buenas manos. 

En el avispero

Me he despertado sin complicaciones y me encuentro muy bien. Cuando llego a la habitación, la paciente de la cama de al lado, ya está allí. Pasamos la tarde tranquilas. No hay hijos ni maridos ni hermanos con nosotras. Somos dos gatas lamiéndonos las heridas a solas. 

Por la noche oigo discutir en el control de enfermería. Quieren ocupar con enfermos de Covid-19 esa parte del hospital. Siento que estoy internada en un avispero y deseo con toda el alma poder salir pronto de aquí.

El covid marca el ritmo

El confinamiento me ha convencido una vez más de cuánto nos necesitamos.

Aunque puedo estar mucho tiempo sola, me gusta hablar, comunicarme, reír y comentar el día a día. Llevo seis meses de ventaja frente al resto. Durante este medio año me he acostumbrado a hablar a diario por FaceTime con mi marido. Las nuevas tecnologías son una herramienta estupenda para acortar distancias. Los chicos parece que se van acostumbrando a tener sus clases on line. También en la Escuela de Idiomas estamos dando clases a distancia. Creo que es una suerte no haber tenido que interrumpir mis estudios de árabe. 

Seguimos confinados. Es una situación que me favorece. No me siento diferente al resto de España. Tras la intervención estoy mucho más tranquila. No todo son malas noticias. Parece que mi madre evoluciona muy bien y prevén darle el alta en breve. Mi padre ha superado la infección con cuidados caseros. Está muy débil, pero cada día se encuentra un poquito mejor. 

Hoy comienzo la inmunoterapia. Son días grises y el cielo de Madrid ha estado llorando a sus muertos. Falta poco para la primavera, pero el invierno sigue instalado en nuestros corazones. En cuanto salgo del hospital llamo a mi marido. En la distancia vive con más ansiedad que yo el comienzo de mi quimioterapia.
—Una menos —me dice—, ya solo nos quedan once. Repetimos juntos la frase del entrenador del Atlético que tantas veces se oye por casa: “Partido a partido”.

Paseos en libertad

He perdido la cuenta de la fase de desescalada en la que estamos. En cuanto comienza ese calor sofocante de asfalto tan propio de las ciudades, las noches resultan insoportables. Como los chicos ya han terminado sus exámenes nos hemos trasladado a nuestra casa de El Escorial. Valoro poder dar largos paseos. Me siento feliz con cada paso que doy. Respiro el aire de la sierra y camino disfrutando este despertar del verano tras una primavera oculta.

Está siendo un verano distinto para todos. Se ha impuesto la obligatoriedad de las mascarillas y aunque hay reuniones y charlas en la piscina, no es como como otros años. Valoramos los pequeños regalos que nos da la vida, disfrutamos más que nunca de la compañía de los demás; celebramos cada bar que se abre, cada tienda que no cierra.

Madrid se viste de gala

Tengo un mensaje en el móvil alertándome del temporal de nieve que se avecina. Los copos caen con una intensidad que no recuerdo en la capital de España. Estiro los brazos y miro al cielo que viste de gala mi Madrid. Y siento la vida, esa película que a cada uno nos toca vivir y de la que somos absolutos protagonistas. Elijo disfrutar cada foto, porque en cualquier momento el guión me puede sorprender.


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