Próxima parada: aventura

La idea era hacer un viaje inolvidable por el norte de Laos. Pero llegar allí se convirtió en la aventura



Un templo budista en Luang Prabang.

Hace poco leí que a finales de 2021 se había inaugurado una nueva ruta de tren de alta velocidad en Laos. El ferrocarril China-Laos puede recorrer los 150 kilómetros que separan la antigua capital de Luang Prabang de la frontera china en solo 90 minutos. Más de un millón y medio de pasajeros viajan en él al año, lo que supone un cambio revolucionario para un país donde la infraestructura de transporte es muy escasa.

Yo, que ya había visitado este remoto rincón de Laos, me pregunté: ¿Por qué alguien preferiría viajar por esa ruta tan rápida cuando se puede recorrer prácticamente el mismo trayecto en tres días en barco sin saber si lograrás llegar?”

Era la primavera de 2017 y mi esposo, Jules, y yo viajábamos desde hacía dos semanas por Laos. Habíamos explorado la húmeda y extensa capital, Vientiane, en el sur, y visitado el fascinante Páramo de las Tinajas, en el centro del país. Lo estábamos pasando de maravilla— la gente era amable y el lugar no era tan turístico como Vietnam, el país que habíamos planeado visitar después.

Decidimos dejar al último Luang Prabang, la antigua capital histórica de Laos. Esta localidad, situada en la confluencia de los ríos Mekong y Nham Khan y declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, era tranquila y albergaba diversos monasterios budistas dorados. Su conservada arquitectura colonial francesa se remonta a la primera mitad del siglo XX, cuando Laos era parte de la Indochina francesa.

Paseamos por los silenciosos callejones y los coloridos mercados de artesanías y subimos al monte Phousi para disfrutar de la vista. Desde un relajante bistró enfrente de un wat (templo budista), vimos pasar varios monjes con sus batas azafranadas mientras tomábamos café con croissants, otro vestigio del régimen colonial francés. En un pequeño restaurante montado sobre pilares de bambú a la orilla del río, ordenamos un larb tradicional —un platillo picante de carne molida de puerco o de pollo sazonada con condimentos frescos— y una refrescante cerveza local de arroz llamada Beerlao.

Al atardecer, cuando el sol se escondía detrás el río Mekong, contemplamos las coloridas lanchas navegando por las aguas mientras la brisa nos traía los suaves y profundos sonidos de los gongs de los wats. Era el lugar perfecto para disfrutar tranquilamente nuestros últimos días en Laos.

Pero, de pronto, las cosas cambiaron. En nuestro penúltimo día, mientras caminábamos por la calle principal de Luang Prabang, Jules vio un local de una agencia de senderismo que ofrecía una excursión de varios días por las zonas de las tribus akha, a las afueras de la pequeña ciudad de Phongsali. Para llegar hasta allí tendríamos que viajar a la zona montañosa cerca de la frontera norte de Laos con China y Vietnam.

Jules y yo habíamos pensado visitar la zona desde Vietnam. Habíamos visto fotografías de las mujeres akhas y sus tocados con adornos plateados y nos parecía muy interesante el hecho de que este grupo étnico minoritario, al igual que otras tribus de las regiones montañosas de Laos, Myanmar, China y Vietnam, hubiera podido conservar su estilo de vida tradicional a través de los años.

Pero aún no habíamos planeado nada. Aunque muchas compañías turísticas organizaban recorridos a las aldeas akhas en Vietnam, preferíamos evitar excursiones grupales demasiado estructuradas. Quizá una caminata a las aldeas en Laos, que son menos turísticas, sería más de nuestro estilo; solo nosotros dos con un guía.

“Tal vez Vietnam pueda esperar”, dijo Jules. “Deberíamos explorar Laos un poco más.”

Me gustaba la idea, pero antes de comprometerme necesitaba saber cómo llegaríamos al norte de Laos. Phongsali quedaba demasiado lejos y las carreteras no eran las mejores. Nuestra guía de Lonely Planet tenía muy poca información sobre aquella parte del país.

¿Tal vez podríamos llegar en avión? En la oficina de turismo local nos dijeron que Lao Airlines no tenía vuelos disponibles en esa época del año debido al denso humo en la zona; era “temporada de quema” en el centro de Laos, en la que los agricultores incendian sus campos poco antes de la siembra.

Podríamos ir en autobús, pero serían 15 horas de viaje a través de las sinuosas carreteras montañosas. Y lo peor era que algunas reseñas de Tripadvisor decían que a veces el conductor del autobús se quedaba dormido al volante. Ese no era el tipo de aventura que estábamos buscando.

Llamamos por WhatsApp a una agencia de senderismo en Phongsali. “Quizá puedan llegar en bote”, nos dijo Sivongxay, el dueño. “Pero no estoy seguro. Llámenme si logran llegar para poder comenzar la excursión”

¿Nos atreveríamos a aventurarnos hacia lo desconocido? Soy una persona que prefiere planear sus viajes, pero la idea de navegar por el río sonaba muy tentadora. Aparté mis temores y le dije a Jules: “Hagámoslo.”

La oficina de turismo nos informó que cualquier ruta en bote que pudiera llevarnos a Phongsali saldría del río Nam Ou. Para llegar al río tendríamos que viajar cuatro horas en minibús hasta un pueblo llamado Nong Khiaw. No sonaba tan mal.

“Una vez ahí, ¿hacia dónde nos dirigimos?”, le pregunté a la joven encargada de la oficina.

“Me parece que el bote va hacia el norte, pero no sé hasta dónde llega”, me respondió. Con todo, decidimos comprar los boletos del minibús para la mañana siguiente.

Esa misma noche en nuestro hostal buscamos en Google más información sobre las rutas en bote en el Nam Ou. No tuvimos suerte. Había bastante información sobre las zonas turísticas de Laos, pero casi nada sobre los rincones más remotos del país.

Esto se debe, en parte, a que algunas de esas regiones están llenas de bombas sin detonar que los estadounidenses lanzaron durante la guerra de Vietnam como disuasivo contra los militantes del Viet Cong que usaban el Paso de Ho Chi Minh para entrar por el este de Laos. Casi cinco décadas más tarde, esas bombas activas, enterradas o semienterradas, siguen siendo un peligro diario para los agricultores y obreros de carreteras.

Embarcadero de Nong Khiaw, en el río Nam Ou.

Nuestra travesía hacia lo desconocido debía empezar en algún punto, y el primer paso era tomar el minibús a la mañana siguiente. Llegamos a Nong Khiaw al mediodía y nos dirigimos a la taquilla para comprar los boletos para viaje el bote. Estaba cerrada, pero, según el horario que estaba afuera, una vez al día salía una embarcación hacia el norte, y la de hoy recién había zarpado.

Estábamos varados, pero no era el peor lugar para pasar la noche: El pueblo de Nong Khiaw, con una población de 3500 habitantes en aquel entonces, estaba en medio de una selva de formaciones kársticas de piedra caliza cubiertas de neblina. Pasamos casi toda la tarde explorando los alrededores. Para cerrar el día, conectamos nuestro teléfono a las bocinas de un hostal que encontramos que servía fideos y Beerlao, pusimos “Ashtray Rock” de Joel Plaskett Emergency, una banda de Nueva Escocia, y disfrutamos de la velada mientras mirábamos a una mujer lavando ropa en el río con sus hijos chapoteando en el agua al ritmo de la música.

Al día siguiente, llegamos a la taquilla a las 9:30 de la mañana. Estábamos ansiosos por saber hasta dónde llegaban esos botes y en qué parte de Laos dormiríamos aquella noche. Nos dijeron que un bote que salía a las 10:30 a. m. podría llevarnos a la aldea de Muang Khua; era un trayecto de cinco horas.

¿Habría otro bote desde ahí hacia Phongsali? No logramos averiguarlo, y nuestro mapa de Laos fue de poca ayuda, pues no era muy detallado. Sin embargo, tenía un dato importante: había una oficina turística en Muang Khua. Estábamos seguros de que todas nuestras dudas serían resueltas cuando llegáramos allá aquella tarde.

Nos sentamos en los dos asientos delanteros de un bote azul de cola larga de madera y colocamos nuestras mochilas en nuestros pies; luego subieron una docena de jóvenes excursionistas y se sentaron detrás de nosotros. Dos horas más tarde, en la primera parada, todos bajaron. Con todo el barco para nosotros solos durante las próximas horas, nos acomodamos para disfrutar del resto del viaje.

Y vaya que fue un viaje increíble, como si estuviéramos en una película de época de Indochina: el Nam Ou era amplio, tranquilo y de color marrón; el cielo estaba despejado y una leve neblina cubría las frondosas orillas del río. Comimos el almuerzo que habíamos empacado —agua, manzanas y baguettes con queso crema— y bebimos vino tinto en caja en nuestras tazas portátiles mientras navegábamos junto a las enormes y arqueadas formaciones kársticas y las apacibles aldeas con chozas de bambú y cabras que caminaban por sus senderos empolvados.

Había niños gritando y corriendo en el río y búfalos de agua cubiertos de barro que también habían bajado a refrescarse. Las mujeres llenaban sus canastas de palma con los frutos que crecían la orilla del río en aquella época del año, cuando las aguas eran menos profundas.

Fue una experiencia mágica que ahora valoramos aún más. Porque, aunque en ese momento no lo sabíamos, fuimos de las últimas personas que pudieron disfrutar de aquel viaje tan especial, un recorrido que la gente había hecho durante siglos. Tan solo ocho meses después, a finales de 2017, se construyó una presa hidroeléctrica gigantesca en el lugar, poniendo fin así al estilo de vida de numerosas aldeas cuyo sustento provenía del Nam Ou.

Una tras otra, estas presas se colocaron a lo largo del río como parte de “La iniciativa de la franja y de la ruta”, un complejo programa chino de infraestructura internacional. Muchos de los habitantes fueron desplazados y el transporte fluvial se redujo a los trayectos cortos entre las presas. La pesca y la agricultura local también se vieron afectadas, lo que limitó los recursos alimenticios de la región.

Más tarde comprendimos que esa era la razón por la que había tan poca información sobre las rutas del río: las presas se construían a un paso tan acelerado que era difícil para cualquiera que no viviera en el área saber en qué etapa de la construcción estaban.

Poco antes de las 16:30 de la tarde, bajamos del bote en Muang Khua y subimos por un camino empinado, con nuestro equipaje en la espalda, en busca de la oficina turística. La encontramos —justo cuando una joven empleada la estaba cerrando. Mala suerte. Deseosos de continuar con nuestra travesía, le preguntamos: “¿Hay algún bote que vaya a Phongsali? ¿O un autobús?” Ella negó con la cabeza y señaló un letrero que decía que la oficina abría a las ocho de la mañana al día siguiente. Tendríamos que pasar la noche ahí.

Búfalos refrescándose en el río Nam Ou.

Entre gallinas, polvo, y uno que otro perro callejero, recorrimos las calles hasta llegar a un hotel que más bien parecía un búnker de concreto. Nos registramos, dejamos nuestros equipajes y salimos en busca de algún café donde pudiéramos preguntar a otros turistas sobre las rutas hacia Phongsali. Nuestra suerte mejoró: en el único lugar del pueblo con menús en nuestro idioma conocimos a una pareja de ingleses de unos 60 años —¡que recién volvía de Phongsali!

“No tomen ningún bote hacia el norte”, advirtió el hombre. Ellos lo habían hecho, pero para llegar al próximo tramo del río debieron rodear una de las enormes presas nuevas; habían tenido que viajar en la parte trasera de un songthaew (una camioneta pickup modificada) durante dos horas sobre un camino escabroso, sujetándose a duras penas de lo que podían. La carretera estaba llena de camiones pesados cargados de materiales de construcción.  

“La grava que se desprendía de los camiones nos golpeaba todo el tiempo”, comentó la mujer. “Y no hay garantía de que haya un bote que los lleve hasta el final del recorrido al llegar al otro lado de la presa. Si no hay bote, tendrán que dormir a la orilla del río.”

Nos dijeron que lo mejor sería hacer un viaje de ocho horas en autobús de Muang Khua a Phongsali. Sin duda sonaba mucho mejor.

A la mañana siguiente, nos despertamos con el sonido de un megáfono. Era una estruendosa y autoritaria voz femenina hablando en laosiano con música de marcha militar de fondo. Más tarde supimos que se trataba del boletín informativo que emitía el gobierno central comunista diariamente.  

Llegamos a la oficina turística a las 8 a. m. en punto. Un caballero elegante de mediana edad llegó y abrió la puerta. Por fortuna, también hablaba nuestro idioma. “¡Buenos días!”, le dije con una sonrisa esperanzada. “¿A qué hora sale el autobús a Phongsali?”

Miró su reloj. “Salió a las 7:30”, respondió. Jules y yo nos miramos abatidos. Era el autobús de Luang Prabang, explicó el hombre (el viaje de 15 horas que habíamos decidido no tomar días antes). Solo pasaba una vez al día.

¿Y ahora qué? “Es momento de llamar a Sivongxay”, dijo Jules, refiriéndose al guía de senderismo con el que esperábamos encontrarnos en Phongsali. “Quizá él sepa de alguna otra opción”.

Sivongxay hizo una pausa después de que Jules le explicara dónde estábamos. “Creo que hay un autobús que sale de Vietnam y pasa por donde están”, contestó. “Pasa por ahí algunas veces por semana, pero no sé si hoy haya alguno. En caso de que sí, tal vez pase al mediodía, o quizá a las dos de la tarde. Deben hacerle señas para que se detenga”.

Llenos de incertidumbre, pero sin nada mejor que hacer, caminamos hacia la calle principal de Muang Khua. Sivongxay nos dijo que buscáramos un autobús con un letrero al frente que dijera “Phongsali”. (¿La palabra “Phongsali” estaría escrita en inglés, con caracteres vietnamitas o en alfabeto laosiano? ¿Sería un autobús grande, un minibús, o un songthaew? No teníamos la menor idea de a qué atenernos).

Apenas eran las 8:30 a. m., así que debíamos esperar varias horas, quizá en vano. Exploramos el pueblo a pie y más tarde esa mañana encontramos un lugar en la calle principal con algo de sombra y dos pequeños bancos de plástico que debajo escondían una camada de cachorros recién nacidos con su madre. Para pasar el rato, leímos nuestros libros y bebimos un espeso y cargado café laosiano. Negociamos con una mujer que vivía cerca para que nos permitiera usar su baño exterior —que era, digamos, rudimentario­— a cambio de unos cuantos kips (menos de un centavo canadiense).

Durante toda la mañana, mientras el sol se movía por el cielo, mantuvimos nuestra mirada hacia el este —dirección hacia la que estaba la frontera con Vietnam a unos 70 km de distancia— atentos a que apareciera algún autobús. Pasaron varios de todas formas y tamaños, la mayoría con letreros en alfabeto laosiano al frente. Poco antes del mediodía, Jules comenzó hacer señas para parar a los autobuses que, entre nubes de polvo, pasaban por el pueblo.

“¿Lodme Phongsali?”, les preguntaba a los conductores, usando la palabra laosiana para ‘autobús’. Tras cada intento, el conductor negaba con la cabeza y seguía su camino.

Una madre Akha con un tocado de cuentas.

Al final nos resignamos a que el autobús no llegaría y que pasaríamos el resto de la tarde sentados en aquellos bancos de plástico para después regresar al búnker de concreto en la noche. Compramos algo de comida para el almuerzo en un negocio cercano y nos sentamos a esperar. Luego, las cosas cambiaron —con gran velocidad.

Al oír que otro autobús se acercaba, levantamos la mirada y no podíamos creer lo que vimos: el letrero se leía en la ventanilla decía “PHONGSALI”. Iba a toda prisa. Aventamos nuestros platos, tomamos nuestros equipajes y corrimos desesperadamente detrás del autobús, agitando los brazos entre la nube de polvo que había dejado a su paso. No hay palabras para describir el alivio que sentimos cuando por fin se detuvo.

“¿Lodme Phongsali?”, preguntamos al unísono.

“Sí, 40 000 kips por persona”, respondió el conductor (alrededor de 5 dólares canadienses). Pagamos y subimos al minibús, que estaba lleno de costales de arroz, materiales de construcción y otros productos de Vietnam.

Y así comenzó un nuevo viaje hacia lo desconocido.

Lo que siguió se sintió como una visita a otro planeta. Llegamos a Phongsali esa misma noche y al día siguiente conocimos a Zheng, un guía que Sivongxay había contratado para nosotros. Para empezar nuestra excursión hacia la región montañosa de las tribus akhas, Zheng (que hablaba laosiano, inglés y akha) nos llevó a un minibús en el que viajamos por media hora hasta la orilla del río Nam Ou. Sí, íbamos de vuelta al mismo río donde navegamos de Nong Khiaw a Muang Khua.

Tomamos un bote hacia el norte y una hora después llegamos a un lodoso sitio de embarcación. Luego, con nuestros equipajes y bajo un calor sofocante, escalamos las montañas densamente boscosas hasta alcanzar las nubes y los vientos más frescos de las aldeas akhas, desde donde los paisajes de las colinas verdes están llenos de neblina.

Durante los tres días siguientes no vimos ningún otro turista. Como Zheng lo había planeado, nos hospedamos con las familias de las aldeas que visitamos y aprendimos sobre la vida tradicional de los pueblos —en los que los hombres se dedican a cazar con una especie de resortera y las mujeres se ocupan de casi todo lo demás.

Esto incluye cosechar algodón, hilarlo, y utilizar el hilo para fabricar tela. Las mujeres después tiñen la tela de color índigo y confeccionan con ella un largo saco bordado que, en conjunto con un pantalón estrecho y un sofisticado tocado, visten el día de su boda —y todos los días en adelante. Ellas además se encargan de recolectar agua en enormes cilindros de bambú que cargan en sus espaldas a través de las empinadas colinas.

Las duchas tenían lugar en el centro de cada aldea, con horarios separados para mujeres y hombres por respeto a la intimidad de todos. O al menos eso decían. Cuando Jules y yo nos aseábamos, todos se acercaban a vernos, y no nos quedaba más que intentar cubrirnos con nuestras toallas.

Los alimentos que nos ofrecían en sus hogares consistían de arroz, verduras silvestres y cualquier tipo carne que tuvieran disponible —por lo general pollo, aunque en una ocasión comimos sopa de ardilla, sentados en un pequeño banco sobre un piso de tierra, mientras cerdos y gallinas se acercaban a nosotros buscando sobras. (Jules aprovechó la situación cuando encontró un cráneo de ardilla en su plato, el cual sacó sigilosamente con su cuchara y tiró al piso por detrás).

Para una turista como yo, las vidas de los akhas parecen arduas. Sin embargo, su cultura permanece viva en estas apacibles montañas en los cielos, pues se niegan a abandonar sus raíces ante la sociedad moderna de Laos, China o Vietnam. Por fortuna, en muchas aldeas el líder de la región cuenta con una motocicleta que les da acceso a mercados y atención médica de urgencia en caso de ser necesario.

Estoy agradecida por lo mucho que he podido viajar en mi vida y, siempre que me preguntan sobre viajes inolvidables, cuento esta experiencia tan única e irrepetible. Agradezco que en aquel entonces no existieran ferrocarriles ni trenes de alta velocidad en el norte de Laos.  Esa decisión impulsiva de abandonar nuestro plan original y continuar nuestro recorrido sin mapas ni manuales le dio un giro a mi vida que disfruté más de lo que hubiera imaginado. Al final, el viaje fue tan gratificante como el destino. Decidí dar un salto hacia lo desconocido y descubrí lo que en verdad nos hace sentirnos vivos: las sorpresas que nos esperan tras cada curva de un río inexplorado.


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